Carlos Cachón . foto: © José Hevia
El hombre, trajeado, gesto relajado, tiene de todo en su mansión, amplitud de espacio, vistas, lujo, comodidad. Pero quiere más. Jugar, experimentar, soñar mundos que no existen y que quizás contaminen de imperfecciones su existencia impoluta. Podría parecer un delirio caprichoso. Pero nunca hay que desdeñar semejantes ambiciones.
¿Quién no ha intentado alguna vez pertenecer a un grupo del que no formaba parte? Denominamos asimilación al proceso de asemejarse o compararse con algo o alguien. Y si necesitamos asimilarnos a los demás, a algo a alguien, ¿qué es lo que nos falta? ¿Qué necesitamos imitar en lo ajeno, copiar de los otros?
Podríamos considerar que un edificio en construcción, la estructura a la vista, se encuentra en un proceso de asimilación, de llegar a ser algo. La base que le da soporte existe, en cierto modo constituye su sustancia. Y, sin embargo, ¿por qué esperamos más? El edificio está en camino, pero aún aspira a ser algo. ¿Qué es ese algo que le falta?
Igualmente, si deseamos conocer algo, adquirir un saber, es a la imagen precisa a la que deberíamos aspirar; la que nos proporciona una información completa. Y, sin embargo, ¿por qué apreciamos la niebla? Los contornos imprecisos, la visión borrosa, lo que no está perfectamente perfilado. ¿Quizás porque nos permite intuir no lo que el edificio es sino lo que podría haber sido? La ambición. Si nos molesta la visión exacta, la que nos muestra las cosas tal como son, ¿no será porque es posible alcanzar algo diferente? Algo no tan racional. Aunque se aleje de lo preestablecido. ¿No es justo eso, lo que falta, lo que le permitiría al edificio asimilarse a otra cosa, a lo que, ya se intuye por su corrección, nunca será?
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Aquello sobre lo que trato de reparar con este nombre es […] un conjunto resueltamente heterogéneo que compone los discursos, las instituciones, las habilitaciones arquitectónicas, las decisiones reglamentarias, las leyes, las medidas administrativas, los enunciados científicos, las proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas. En fin, entre lo dicho y lo no dicho, he aquí los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que tendemos entre estos elementos. […] Así, el dispositivo siempre está inscrito en un juego de poder, pero también ligado a un límite o a los límites del saber, que le dan nacimiento pero, ante todo, lo condicionan. Esto es el dispositivo: estrategias de relaciones de fuerza sosteniendo tipos de saber, y [son] sostenidas por ellos (Foucault, Dits et écrits, vol. iii, pp. 229 y ss).
En realidad, si hablamos de dispositivos, lo dicho es lo que expresamos, lo que nos atrevemos a pronunciar comúnmente y lo no dicho es lo que se nos impone y debemos aceptar y que, con frecuencia, ni siquiera somos capaces de verbalizar o advertir en toda su influencia. Pero aquí podría ser adoptado en el sentido opuesto.
Por un lado está lo que tiene nombre y, por el otro, lo que no. Lo que tiene nombre siempre procede del saber, de la experiencia, de lo que ya está acabado. Lo que no tiene nombre apunta sin embargo a lo que no es cuantificable, a lo que no podemos definir, a lo que necesitamos investigar: aquello de lo que no podemos aportar una imagen precisa.
Hay quien exige que ningún galardón sancione la originalidad. Sólo la competencia, lo que está bien hecho -esa es siempre la visión conservadora- y demanda que los premios se den a la obra mejor elaborada. Y nada más. ¿Por qué nuestras producciones deberían ser revolucionarias? -proclaman. Están hablando, no le quepa duda a nadie, de lo que tiene nombre: el oficio, lo correcto, lo aprendido, lo que se ajusta a las normas, lo convencional, lo posible. Lo real.
Los conceptos positivos. Siempre que construimos un edificio, existe una serie de categorías a las que buscamos asociarlos. Hablamos de contexto, de respeto por el entorno, de reglas, de oficio, de sostenibilidad, de valores éticos. Todo a lo que supuestamente debemos aspirar. Eso es el dispositivo, el “conjunto de creencias, reglas y ritos que se encuentran impuestos desde el exterior de los individuos en una sociedad dada, en un momento dado de su historia”. 1 De lo que no hablamos es de los que supuestamente no aporta ningún valor, de lo amorfo, lo contaminado, el desecho, lo irracional, lo superfluo, lo inconsistente, lo demente. De lo excluido, de lo execrable. Del cuerpo sin órganos. Del ego, de la invención, de la ambición, de la imaginación, de lo inexpresable. De lo que también configura nuestras construcciones.
En la foto hay un edificio en construcción, borrado por la niebla y un campo de juegos, enfrente. Aún no sabemos que será ese bloque. Qué oficio elegirá cuando sea mayor. Ni siquiera sabemos si será completado. Pero curiosamente, más que al edificio, más que a la estructura sólidamente construida, la actitud del arquitecto apunta al campo de juegos. Nunca sabemos cuál va a ser nuestra meta, pero si admiramos a los arquitectos que creemos que merecen ese nombre, es porque siempre, aun alcanzado lo que buscan, continúan haciendo pruebas. Darle la vuelta a las cosas, poner los objetos patas arriba, situar lo que debería estar encima debajo… Distraerse. Jugar hasta con lo más insignificante que cae en sus manos. Porque nuestra actividad no es aparentemente sino esa: la de buscar. La de buscar algo que en realidad desconocemos, que no sabemos qué es. Y que por su indefinición sólo nos permite el uso de una herramienta para aproximarnos a ella. A ello. La más banal. La que se sirve del azar, la casualidad, la contingencia. Lo superfluo. No lo conocido sino lo que posee contornos imprecisos. Lo que está borrado por la niebla.
1¿Qué es un dispositivo? Giorgio Agamben
Sociológica, año 26, número 73, pp. 249-264
mayo-agosto de 2011
El juego y la niebla apareció en el número 27 de Engawa