Telegrama, no tuit
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Normalmente siempre se cumple que cuando aquellos que se dedican a adivinar nuestro futuro proclaman estar haciendo algo en nuestro beneficio es de un modo que inevitablemente les beneficia a ellos a nuestra costa.
Ciertos traumas, con su serie de efectos incapacitantes –cosas que no podemos hacer, barreras que no nos atrevemos a saltar, que más que desventajas se han acabado transformando paradójicamente en rasgos de nuestra carácter- nos persiguen desde hace años. Y una simple carta de reconciliación, una conversación sincera con quien los provocó, bastaría para superarlos. Pero, ¿cómo volver a dirigirse a quien un día ofrecimos nuestra confianza incondicional y la traicionó? ¿Cómo volver a aceptar la palabra, aunque esté dispuesta a dárnosla, de quien nos enseñó -lo único que aprendimos- que no podíamos fiarnos de él?
Ellos se rigen por el principio de la aparente responsabilidad, que tan bien se ajusta a la lógica del capital, no detenerse nunca, actuar aunque no haya nada que hacer. Nosotros por el de la pereza aparente, no mover un dedo si no hay nada que lo justifique, esforzarnos sólo cuando aparece el sentido, estar dispuestos a destruir toda nuestra obra anterior en el momento en que descubrimos un motivo que verdaderamente justifica nuestra actividad.
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