Telegrama, no tuit
Uno sólo puede aceptar el rol de moralista desde la convicción de su falibilidad, de que lo que expresa será criticado, tergiversado, troceado, destrozado, pisoteado. Esperar que todas nuestras palabras sean aceptadas sin protesta, sin oposición alguna, acaba resultando un peso demasiado difícil de soportar para los demás. Y especialmente para nosotros mismos.